Lentamente, mi
tienda no vende lo que me gusta, sino lo que le obligan. Las arepas de mote ya
no retornan a la nevera de la casa, alguien se interpuso entre mi sabor y
la libertad. Pequeñas decisiones se ven afectadas y uno no se percata, siente
poco como se lo roban, como lo dominan, como lo asaltan pequeñas esclavitudes
que nacen de amañados deseos que nos van sujetando. Ya no regresa a la nevera
ni a mi boca el yogurt de mis deseos, es otro que me es asignado. Y que decir
del queso, yo lo escogía, y ahora no puedo.
La ciudad va cambiando, dinámicas de la economía impuesta van
apareciendo, y con ellas, grupos nuevos de productores van surgiendo y otros
desapareciendo. En ello no hay nada de que asustarse, la economía tiene mucho
de salvaje y bárbara en los tiempos de la humanidad. Lo que sorprende hoy por
hoy es ver como tocan tu puerta día tras día y sos obligado a
consumir un producto determinado, me pregunto ¿Y la relación de sabor con la
vida, es decir, con la libertad, dónde queda? Y, sí no compras sos amedrentado,
expulsado, marcado.
Este fenómeno de la economía impuesta, compras dirigidas,
podría interpretarse como un ejercicio de redistribución de la economía en una
ciudad desigual, inequitativa, pero hay aspectos que lo dejan a uno
pensando en que la implementación de un sistema de compras impuesto, no
es para nada alentador, sino otro ejercicio de dominación, de un hombre o
varios sobre otros, relación dónde escapa la pregunta por la dignidad, la
libertad, libre albedrío.
Lentamente pierdo la decisión de comer en la tienda lo que me
gusta.